Desde su sillón mecánico, un paciente ve y escucha tantas cosas como un camarero detrás de la barra de un bar. El enfermo observa, escucha, pondera los movimientos y actitudes del personal sanitario. Sabe quién le encuentra la vena a la primera o quién realiza su trabajo con ademanes de autómata. Se siente indemne ante la distancia que suele imponer la bata blanca de los médicos. Sabe que su estado de ánimo dependerá de qué le diga ese señor que a veces resulta tan circunspecto. Afinemos más: de cómo lo diga. Si el paciente convive con el personal sanitario durante muchas horas a la semana, tal y como ocurre en las unidades de oncología o hemodiálisis, las enfermeras acaban jugando un papel de confidente. Ellas representan la primera línea de fuego que separa al enfermo del mundo de los sanos. A veces, deben soportar el mal humor de un paciente impaciente, su nerviosismo, sus pocos modales. Pero todos tenemos un mal día. También las enfermeras. El tiempo que comparten ambos grupos -enfermeras y pacientes- juega en  favor de la complicidad, pues ellas son quienes observan las máscaras dolorosas de un postoperatorio, de una bajada de tensión repentina, de una aguja que una y otra vez causa una hemorragia bajo la piel del brazo. Más allá de la fría asepsia del látex o de los dígitos heladores de una analítica, rozan el cuerpo del enfermo y conocen cuál es el umbral de dolor que puede soportar. En su día, brindo por ellas. Por su vocación. Por su profesionalidad. Porque una sonrisa es tan terapéutica como una operación a corazón abierto.


Juan Gracia Armendáriz
@JGraciarmendar1

Escritor y columnista de Diario de Navarra. Es autor, entre otras obras, de “La línea Plimsoll” (Castalia), “Diario del hombre pálido” y “Piel roja” (Demipage), donde narra sus experiencias como enfermo renal. Su última novela, “La pecera”, acaba de ser publicada.